De niños solíamos imaginar un mundo de posibilidades y de superación en el que íbamos a lograr cosas grandiosas, fascinantes. Decíamos “cuando crezca” y seguido manifestábamos lo que queríamos ser o tener. La gran mayoría no siguió su propio plan y está bien.
La perspectiva cambia. Empezamos a pensar diferente.
Mientras crecemos descubrimos el mundo, vemos nuevos horizontes (también barreras) y las personas que nos acompañan por lo general nos muestran (para bien o para mal) un camino que seguir.
Nos invade la ansiedad de crecer. Ansiedad causada por el afán de experimentar las libertades de la vida adulta. Ansiedad causada por inevitablemente tener que asumir responsabilidades para las cuales todavía se cree no estar con preparación suficiente.
A esa ansiedad la alimentaban un montón de mensajes: “vas a tener que estudiar en una universidad”, “vas a trabajar”, “vas a comprar carro”, “vas a poder ir a donde quieras” y las demás cosas que todos siempre dicen.
Y mientras estamos pendientes por lo que vamos a ser o tener, empezamos a notar que la gente se va. Algunas veces de manera repentina, triste, dolorosa y definitiva.
No nos explicamos qué pasó, o tal vez sí, pero el cerebro no asimila, como queriendo modelar otra realidad. Una realidad que nunca sucede porque simplemente esa o esas personas ya no están, ni estarán.
Solo nos quedamos con una colección de memorias almacenadas en cerebros defectuosos que irán cambiando detalles con el tiempo y sin que seamos conscientes. Haremos el esfuerzo de mantener fidedignos los recuerdos: tomaremos fotos, videos, escribiremos. Igual muchos detalles se perderán, pero es lo que nos queda.
Lidiar con la partida de las personas que nos importan es algo que no nos dicen, o tal vez sí, pero no lo dimensionamos hasta que llega el momento. Nos derrumbamos y nos volvemos a levantar por los seres que todavía quedan o por instinto de supervivencia.
Aprendemos mientras crecemos, aprendemos que la gente se va, aprendemos a decir (con vacíos por dentro): Show must go on.